MUJERES QUE HABLAN DE MUJERES 

Alicia Murría

A modo de introducción

Resulta innegable que la gran revolución que ha recorrido el siglo XX, en los países occidentales desarrollados, ha estado encarnada por las luchas dirigidas a conseguir la emancipación y la igualdad de las mujeres.(1) El pasado siglo, un lapso histórico extraordinariamente breve, ha visto cristalizar cambios profundos en lo que respecta a la situación de las mujeres. En primer lugar, la conquista del voto femenino que marcó la gran inflexión respecto a su situación de marginalidad que abriría, igual que una espita y a través de enérgicas luchas, la ascendente consecución de derechos en múltiples órdenes: laboral, social, político, sexual, etc.

La siguiente inflexión se produce a finales de la década de los sesenta cuando el movimiento de liberación de la mujer cobra una forma visible y decidida tanto en el campo de la intervención como en el terreno teórico, una lucha empeñada en dar voz a las mujeres, conseguir la igualdad de derechos y la paridad en los espacios de poder y decisión. Aparecen, o adquieren visibilidad, en aquellos años los primeros discursos teóricos articulados que analizan en profundidad la desigualdad, el silenciamiento y la marginalidad a la que ha estado sometida la mujer a lo largo de la historia y sientan las bases de lo que puede llamarse primer feminismo: Simone de Beauvoir, Julia Kristeva, Betty Friedan, entre otras. Tanto Estados Unidos como Europa vivían, sobre todo el primero, las consecuencias de las políticas demográficas fomentadas tras concluir la Segunda Guerra Mundial, con el retorno de las mujeres al hogar tras su necesaria incorporación como fuerza de trabajo que suplió la falta de mano de obra masculina que se encontraba en el frente. El fruto de aquellas políticas natalistas llegaba masivamente a las universidades y, por vez primera, una importante proporción de mujeres accedía a los estudios superiores. En Europa las corrientes lideradas por los partidos y movimientos de izquierda iban a provocar una extraordinaria efervescencia, que culminaría en Francia con las movilizaciones de Mayo del 68, que sacudieron el continente en el marco de una visión todavía universalista del progreso emancipatorio de la modernidad. Bien es cierto que aquellos partidos y movimientos, en la órbita del marxismo, el trotskismo, el maoísmo y las ideas libertarias sólo atendían de forma muy lateral los problemas de las mujeres pero, con todo, aquel fue el caldo de cultivo en el que cristalizaron los primeros movimientos feministas, cuyo trabajo iba a desplegarse en los más diversos órdenes.

En el terreno de las prácticas artísticas los primeros objetivos se situaron en el ámbito de la representación. A través de los siglos, en el arte (y fuera del arte) la representación de la mujer había sido realizada por los hombres partiendo de sus propias ideas, prejuicios, estereotipos e intereses; la mujer había sido la modelo, la musa, la inspiración, la pasividad, el silencio. Las herramientas culturales que la mujer había heredado se habían construido sin su participación, sin su voz.

Había que confeccionar nuevas herramientas, rescatar las aportaciones que las mujeres habían realizado a lo largo de la historia, que de manera interesada habían quedado al margen, y trabajar en unas nuevas formas, propias y diferentes, de representación o, mejor dicho, de autorrepresentación. Es de esta manera como, muy tempranamente, el concepto de diferencia va impregnando el discurso feminista. Dos son las direcciones fundamentales en el trabajo de las artistas: de un lado la reivindicación dignificadora de los géneros y prácticas identificadas tradicionalmente con lo femenino, de otro la representación de la imagen y del cuerpo de la mujer. Ambas líneas se esfuerzan en perfilar unas características propias, enfrentadas a aquellas otras masculinas aceptadas hasta entonces como esenciales y universales.

Es en Estados Unidos donde teóricas como Linda Nochlin y Lucy R. Lippard, entre otras, desde diferentes foros, organizaciones y publicaciones, y artistas como Judy Chicago y Miriam Shapiro (ambas impulsarían, en 1970 y 1971, los primeros cursos en torno a estética y feminismo en escuelas de arte de California) buscan cuestionar los dogmas de la modernidad formalista, la imagen del genio o la exaltación de la energía viril creadora que, sin ir más lejos, había encarnado el expresionismo abstracto como movimiento “genuinamente americano”, cristalización de los valores de la sociedad norteamericana en la década de los años cincuenta. En lo que respecta a su obra, ambas artistas iban a evolucionar desde la abstracción geométrica hacia un tipo de obra que explora la experiencia femenina, la afirmación de la diferencia sexual y la especificidad de la mujer. Es en función de estos intereses como el happening, la performance o el vídeo -una herramienta novedosa- se convirtieron en medios idóneos para la aproximación a los aspectos autobiográficos y vivenciales, así como a la exploración del cuerpo y su representación. Por otra parte la pintura, como práctica cargada de historia (que equivale a decir historia masculina) se lleva a cabo desde el feminismo a través de fórmulas que podrían calificarse como descolonizadoras, y cobra relevancia la utilización de materiales textiles que buscan diluir la división entre arte y artesanía (como campo marginal, tradicionalmente femenino), alta y baja cultura. A lo largo de la década de los setenta, como señala Whitney Chadwick: “Las artistas feministas desafiaron las exigencias y condiciones de los sistemas patriarcales echando mano de una serie de estrategias y tácticas políticas; desde las acciones políticas reivindicando una representación igualitaria en las escuelas y las exposiciones, hasta la apertura de lugares de exposiciones alternativos, y desde celebraciones ensalzando el poder y la dignidad de la sexualidad y la fertilidad/creatividad femeninas hasta análisis de los modos en que la clase, la raza y el sexo estructuran las vidas de las mujeres.”(2)

Pero los postulados que propugnaban de forma vehemente la diferencia estaban defendiendo (y abundando) una oposición binaria donde la categoría mujer se asumía con unas características naturales, propias y específicas que afectarían a toda mujer; como un modo de ser y pensar característico de todas las mujeres: lo femenino como contraposición a lo masculino y definido por su oposición. En el fondo estas posiciones ahondaban en un sentido de otredad que había sido una de las cualidades utilizadas para argumentar su exclusión.

En colisión con las teorías que propugnaban una esencia innata de lo femenino otros discursos se abrían paso poniendo el énfasis en que la idea de feminidad no responde a características intrínsecas sino que es una construcción social y cultural e independiente del sexo. Sin embargo, tanto desde las posturas esencialistas como desde las construccionistas se articulaba un binarismo de opuestos; el primero aceptando características innatas, el segundo planteando el peso del entorno que construye sujetos con estructuras diferentes y, para ambos (masculino y femenino), estables y enfrentadas.

En las prácticas artísticas de la década de los ochenta iban a producirse una serie de debates fundamentales en el marco de la postmodernidad –y las corrientes postestructuralistas- entendida como crítica al programa moderno racionalista construido desde Occidente, que dejaba fuera un enorme abanico de opciones (raciales, étnicas, culturales, sexuales). A este respecto señalaba, en 1983, Craig Owens: “El pensamiento postmoderno ya no es un pensamiento binario. (...) El pensamiento postmoderno debe aprender cómo concebir la diferencia sin oposición.”(3)

A lo largo de esta década el trabajo de un número considerable de artistas va permeabilizando nuevas posiciones teóricas que introducen las aportaciones del postestructuralismo y la revisión del psicoanálisis de Jacques Lacan, -ya asumidos a finales de la década anterior en trabajos como Post-Partum Document (1975-1983), de la artista Mary Kelly-, que revisan las nociones de identidad y de sujeto como constructos estables de la modernidad. Hal Foster señalaba con ironía a comienzos de la década: “Empezamos a ver lo que está en juego en esta llamada dispersión del sujeto. ¿Y cuál es este sujeto, que dado por perdido, es tan alabado? Quizá el burgués, ciertamente el patriarcal –es el orden falocéntrico de la subjetividad-. Para algunos, para muchos, esto es sin duda una gran pérdida –y conduce a los lamentos narcisistas sobre el fin del arte, de la cultura, de Occidente-. Pero para otros, para los Otros, no es una gran pérdida en absoluto.”(4)

Artistas como Cindy Sherman rechazaron la imagen de la mujer como “signo” dentro del orden patriarcal y revelaron una inestable posición de género; como señalara W. Chadwich: “Con el fin de poner en claro que la noción psicoanalítica de la feminidad es una mascarada, es decir una representación del deseo masculino de fijar a la mujer en una identidad estable y estabilizante, su obra niega esa estabilidad.”(5)

En un sentido similar el trabajo de artistas como Sherri Levine, refotografiando imágenes realizadas por grandes autores de la fotografía, había puesto en tela de juicio las categorías de originalidad y de autoría, rechazando las nociones de autoexpresión y subjetividad como ejes vertebradores de la historia del arte.

Frente a estas concepciones cuestionadoras se reavivan posiciones de exaltación del individuo creador y el retorno de la pintura (que por otra parte nunca se había ido) a través del neoexpresionismo; su máximo exponente sería la figura del norteamericano Julian Schnabel, cuyas “composiciones pictóricas macho”, en palabras de Hal Foster, vendrían a trazar un puente con el movimiento que por antonomasia había significado la exaltación de las características masculinas del creador: el expresionismo abstracto. Paralelamente, en las instituciones norteamericanas, se vive un retroceso respecto a la presencia de mujeres que se hace patente en diferentes exposiciones históricas que revisan el pasado reciente.  Era en este contexto –año 1987-  donde el colectivo anónimo y muy activo Guerrilla Girls colocaba en diferentes puntos del Soho neoyorquino un cartel que enumeraba Las ventajas de ser una mujer artista. En la serie de frases que desgranan sus textos aparecen: Trabajar sin la presión del éxito, Tener una escapada del mundo del arte (en referencia al hecho de tener que compatibilizar su trabajo como artistas con lo doméstico, el cuidado de los hijos y  diferentes oficios que les permitiesen subsistir), Estar seguras de que cualquier crítica que se haga sobre la obra de una mujer será una crítica feminista o No tener que padecer el compromiso de ser llamada un genio. Denominándose a sí mismas como la conciencia del mundo del arte, el grupo no sólo estaba denunciando situaciones de marginación o temas relacionados con la identidad sexual sino que cuestionaba la configuración y las estructuras del mundo del arte que afectaban, y siguen afectando, tanto a hombres como a mujeres; sus críticas no sólo iban dirigidas a determinadas políticas de las instituciones artísticas con el objetivo de su integración en ellas sino a desestabilizarlas mediante un cuestionamiento global, una revisión de los modos en que se ha construido tanto la historia del arte como las estructuras que la han hecho posible. A este respecto resulta clarificadora la pregunta que se formula Griselda Pollock: “¿Puede la historia del arte sobrevivir al feminismo?”, que sirve de título a uno de sus artículos donde señala: “Analizar el lugar de las mujeres en la cultura exige una deconstrucción radical del discurso de la “historia del arte”. Esto impone igualmente que se produzca un nuevo discurso que supere el sexismo sin reemplazarlo por su simple contrario. Si no consideramos más la diferencia sexual como una simple oposición binaria, es posible analizar las relaciones de sexualidad, de subjetividad y de poder, y la manera en que condicionan la producción y el consumo.”(6)

También a finales de los años ochenta aparece un nuevo término en el discurso feminista que irá alcanzando carta de naturaleza en los noventa: el postfeminismo. Recibido con reticencia al principio -debido al riesgo de ser percibido desde posiciones conservadoras como el punto final del debate feminista, una vez habían calado sus premisas sustanciales en el tejido social-, su uso ha ido afianzándose entendido como postura de revisión de aquellos aspectos más netamente reductivos y limitadores de algunas posturas mantenidas en las décadas anteriores. Sin embargo no hay que olvidar que el feminismo nunca ha sido un movimiento unitario, sino un conjunto de posiciones caracterizado por un continuo cuestionamiento. Toda esa multiplicidad de posturas se ha impregnado de las revisiones que la postmodernidad ha ido efectuando respecto al discurso de la modernidad. Este feminismo postestructuralista o postfeminismo se ha  pertrechado de estrategias deconstructivas para abordar los roles de feminidad y masculinidad, trazando una reflexión crítica en torno al género. La contestación a las categorías “naturaleza humana”, “razón universal”, “sujeto autónomo racional” han sido puestas en duda desde los más diversos frentes del pensamiento en las últimas décadas como crítica a la idea de “una naturaleza humana universal, un canon universal de racionalidad a través del cual pueda conocerse dicha naturaleza, así como la posibilidad de una verdad universal” como ha señalado Chantal Mouffe, que añade: “Sólo sacando todas las consecuencias de la crítica al esencialismo –que constituye el punto de convergencia de todas las llamadas tendencias “post”- será posible captar la naturaleza de lo político y reformular y radicalizar el proyecto democrático de la Ilustración”.(7)

Es, sin duda, en la crítica al esencialismo donde confluyen las corrientes filosóficas más importantes del pensamiento contemporáneo. Será en el marco de los Cultural Studies y de los Gender Studies donde se afianzará la quiebra del sujeto cartesiano unitario y la irrupción de la posibilidad de una multitud de configuraciones, un cuestionamiento de ese esencialismo y universalismo constituyentes (occidental, blanco, heterosexual, burgués) que dará paso a posiciones que reflejen esas identidades múltiples y que dinamiten los estereotipos y la normativización impuesta a los individuos.

Es en este marco teórico donde se desarrollan conceptos como multiculturalismo –entendido como defensa de una multiplicidad de centros que no pasan forzosamente por Occidente, teniendo en cuenta, además, que no hay un sólo Occidente– o queer, transexual  y  transgenérico, que vendrían a impulsar el socavamiento de las posiciones históricamente impuestas sobre los comportamientos y las relaciones entre los individuos. Estos cambios profundos generados en las dos últimas décadas -a los que no ha sido ajena la enfermedad del SIDA y sus efectos- constituyen un definitivo desafío, filtrado ya en el lenguaje cotidiano, a la división esencialista respecto al género. Un número creciente de artistas(8) exploran hoy los conceptos de lo transexual y lo transgenérico que marcan la  crisis de las categorías de masculinidad y feminidad. Como señala Judith Butler: “No hay una identidad de género detrás de las expresiones de género; esa identidad es performativamente construida por las mismas “expresiones” que, se dicen, son su resultado.” (9)

Bien avanzada la década de los noventa se acuña el término cyberfeminismo(10) que explora las posibilidades que la red ofrece a los discursos feministas. Las tecnologías de la comunicación están reconfigurando de manera sustancial nuestro universo; internet, con su estructura no jerarquizada y como nuevo terreno de experimentación, con una menor impronta de dominio masculino, se ha constituido en un campo extraordinariamente atractivo para un número importante de mujeres superando la histórica tecnofobia, que no respondía sino a patrones impuestos desde la cultura y las fórmulas educativas históricamente diferenciadoras; el panorama está cambiando a gran velocidad, la estructura de la red ahonda en aspectos tan importantes como las posibilidades de creación colectiva,  la disolución de criterios de autoría, la alteración de la narratividad lineal, la mutabilidad de las identidades, las categorizaciones sobre público y privado o las posibilidades generativas de cuerpos virtuales y posthumanos. Para algunas autoras, como Sady Plant,(11) la tecnología podría aportar al feminismo la anulación de todo vestigio de falocentrismo; si bien esta aseveración puede resultar en exceso optimista la realidad es que un número creciente de artistas, desde planteamientos próximos al feminismo, están desarrollando nuevos y enriquecedores discursos.

* * *

Resulta evidente que no hay una manera colectiva y universalizable de “estar mujer” en el mundo, que somos individuos en proceso y sin límite en nuestra posibilidad de cambios, que la voz que ha reivindicado desde siempre el feminismo es una multiplicidad de voces, diferente cada una dependiendo de su origen cultural, racial, étnico, de clase, de orientación sexual y compartiendo, en muchos casos, problemas comunes que en gran medida sólo se pueden lidiar en el ámbito político (no hay que olvidar la vieja frase: “lo personal es político”); es desde esta posición donde tiene sentido seguir utilizando una categoría que de otro modo se desharía en nuestras manos. O si se quiere, y utilizando palabras de Griselda Pollock : “Defender la necesidad de un compromiso continuo con una revolución que no valga sólo a las mujeres sino ejecutada por la disidencia de lo femenino, suministrando un marco donde el arte, la política y el sexo se conjuguen.”(12)

Por todo ello no existe un tipo de arte que caracterice al feminismo; sólo un rasgo podría ser definitorio y éste sería la actitud crítica frente al mundo que tenemos ante nuestros ojos.

Desde esa pluralidad enunciada y desde una necesidad de seguir hablando de las cuestiones que nos atañen específicamente, más que de nuestra especificidad, se plantea la exposición Mujeres que hablan de mujeres; en ella conviven puntos de vista, opciones vitales y estrategias muy diversas, pero creemos que cada uno de estos trabajos comparte un hacer visible la propia experiencia y su inscripción en el mundo asumiendo de forma consciente, aunque en grados diferentes, los discursos con que la teoría feminista, en su historia y diversidad, ha ido impregnando las prácticas artísticas recientes.

                                                         

Artistas y obras seleccionadas.

La representación del cuerpo es un territorio que explora la obra de la artista italiana Vanessa Beecroft. Sus campos de actividad son la performance, el vídeo y la fotografía, pero estas tres facetas no se dan de forma independiente sino que tienen un mismo origen. Bien sea en galerías o museos, organiza algo similar a un pase de modelos pero de un modo sui generis, sus modelos son chicas atractivas que se corresponden con los patrones aceptados: altas, delgadas, cuerpos bonitos que pasean entre el público o adoptan posiciones relajadas como a la espera de su salida a la pasarela. Lo que cambia es la indumentaria: en vez de trajes de alta costura se muestran con una ropa interior nada glamourosa, un vestuario no especialmente seductor; en ocasiones llevan el mismo tipo de peluca o de color de pelo, anulando sus características individuales. Pero esas escenas son radicalmente diferentes de aquello a lo que estamos acostumbrados a ver en relación al mundo de la moda y las pasarelas. La actitud de estas jóvenes mujeres es de indiferencia, relajación,  aburrimiento; posturas desganadas o ensimismadas, ningún esfuerzo por seducir o vender lo que muestran. Esas performances son grabadas en vídeo y fotografiadas por Beecroft, conformando series correspondientes a cada actuación, pero que funcionan de manera independiente.

Ante estas imágenes nos sentimos confusos, no hay una lectura evidente en ellas, la misma autora pareciera empeñarse en no orientar nuestra lectura, al contrario, la deja en suspenso. ¿Afirma o critica esa apariencia estandarizada de mujer con la que nos golpean continuamente las revistas de moda, la publicidad, Hollywood, la televisión? Un discurso entre patético e infernal que se nos dirige a las mujeres repitiéndonos que no somos suficientemente perfectas ni suficientemente delgadas ni suficientemente altas ni suficientemente hermosas ni suficientemente jóvenes ni suficientemente nada, pero que quizá con tal o cual régimen, crema, ropa, cirugía, quizá, quizá...  Beecroft no intenta hacer juicios de valor, simplemente nos pone delante una realidad tanto a hombres como a mujeres: ¿Es eso lo que deseáis? ¿Es esta la encarnación de vuestros deseos, de vuestros sueños? En una entrevista reciente la artista comentaba que si aquello era lo que quería ver la gente, en alusión a sus chicas ligeras de ropa, ella se lo podía mostrar una vez  y otra, y otra más. Pero frente a su actitud elusiva un dato resulta del todo revelador, Vanesa Beecroft pasó toda su adolescencia y primera juventud siendo anoréxica, padeció durante ocho años esta enfermedad.

El equipo de artistas formado por Cabello/Carceller opera en diferentes niveles. El primero de ellos se sitúa en la actitud que adoptan respecto a la autoría, asumiendo una continua negociación en el terreno de la identidad que para ellas no es algo fijo sino mudable y en perpetuo cambio, una construcción en proceso que se teje frente a la alteridad. De otro lado, la forma de entender el trabajo, donde los planteamientos vitales son el eje que sustenta su obra sin por ello convertirse en autobiográfica, dejando un amplio margen para construir ficciones que no por serlo abandonan el contexto de lo real. La videoinstalación Apuntes sobre alguna parte es una doble proyección en ángulo que  nos enfrenta a espacios deshabitados, el escenario vacío de una fiesta, una discoteca cuando ya todo el mundo se ha marchado, lo que se nos ofrece son sólo las huellas de su paso, colillas, papeles, botellas tiradas, rastros. La cámara gira sobre sí misma desde el centro de la pista y se crean dos ámbitos divergentes; no hay estabilidad, ningún lugar nos ofrece seguridad física ni mental; una música deconstruida acompaña las imágenes. Su trabajo bucea en los espacios asignados a la diferencia y en su funcionamiento, en los guetos con apariencia de permisividad, en la jerarquización de las relaciones sociales,  en la férrea normativización de apariencia inocua. Los espacios vacíos han sido utilizados por ellas en ocasiones anteriores, siempre como metáfora, como lugar utópico, como fragmento donde inscribir otras posibilidades. No hay narración, solo posibilidades,  y la invitación a asumir riesgos en todos los órdenes de la existencia.

Las propias artistas han escrito sobre su obra: “También los trabajos artísticos tienen género (género en el sentido de identidad de género). De ahí nuestro interés en

de-generarlos. No hay mayor prisión para el pensamiento visual que la prisión que imponen las formas y sus connotaciones discursivas. De nuestro intento por saltar las barreras, por escapar de los guetos y de las normativas excluyentes surge una práctica artística andrógina, un cruce desjerarquizado donde lo masculino y lo femenino se funden, formal y conceptualmente.”

No solemos estar acostumbrados a asistir en el terreno del arte a narraciones tan descarnadas y literales de la realidad como las que realiza Elahe Massumi y seguramente no porque no las haya sino porque no gozan de gran visibilidad. Es evidente que la artista no ha rodado la realidad, un documental, sino una historia ficticia pero no por ello menos fiel a lo que sucede y, en ese sentido, esta obra sí es un documento. Sobrecoge porque habla del horror: de la venta de niños para la prostitución, una práctica absolutamente común en muchos países y que se ha visto incrementada tras la aparición del SIDA bajo la creencia de que el sexo con niños, mejor cuanto menores, protege frente a la enfermedad.

A Kiss is not a Kiss  (Un beso no es un beso) es una historia que habla de la única clase de sexo inadmisible, el que se ejerce por la fuerza. La prostitución es un tema que ha levantado ampollas en el feminismo y un amplio debate; es difícil aventurar si esta práctica existiría en un tipo de sociedades donde no hubiese ninguna forma de discriminación sexual, social y económica, y donde el sexo no hubiera sido depositario de ningún tipo de valores de moralidad ni de dominio –ambos estrechamente vinculados- y considerado una necesidad básica a cubrir y por la que se pagase lo mismo que para obtener cualquier otra prestación. Pero no es así y parece que no ha sido así, en líneas generales, a lo largo de la historia. El feminismo se ha planteado desde siempre que eliminar la prostitución sólo vendría de la mano de profundos cambios económicos y sociales pero, considerada como una actividad laboral más y siempre que no sea realizada en régimen de explotación, debe ser admitida sin penalización de ningún tipo y ejercerse con las garantías sanitarias, sociales y jurídicas de cualquier otra dedicación, algo que está muy lejos de corresponderse con la realidad ni siquiera en muchos países desarrollados donde se mueve en la semilegalidad.

La obra de Massumi señala una infamia pero lo hace a base de fragmentos que, como si se tratara de un puzzle, se mezclan en cada una de las cuatro pantallas que nos envuelven y cuya narración debe ir componiendo el propio espectador: la venta de la niña, su traslado al burdel, los clientes que alquilan su cuerpo, los y las proxenetas, la miseria, la enfermedad y, finalmente, la muerte de la niña en una especie de hospital. Un relato crudo, entrecortado, que se presenta con distancia, sólo un pedazo de realidad. No es la primera vez que Massumi se adentra en los espacios más duros del sexo, esta obra cierra la trilogía que integra Obliteration y The Hijras, centrada en la explotación patriarcal, económica, sexual y racial.

Night Cries. A rural tragedy, (Llantos nocturnos. Una tragedia rural), la película realizada por Tracey Moffatt aborda diferentes registros pero en lo esencial trata de lo que supone enfrentarse con la vejez, la  enfermedad y la muerte, territorios bien conocidos históricamente por las mujeres al habérseles adjudicado el papel de cuidadoras por antonomasia. Una mujer de mediana edad cuida a la madre en el tramo final de su vida, la limpia y alimenta, la observa; sin otra actividad aparente que ese aguardar el fin. Los recuerdos, su infancia, su relación con ella, los momentos de ternura, temor, plenitud y soledad que poblaron su infancia se articulan en la historia en un ambiente de agotamiento físico y psíquico de esta mujer que observa a la anciana convertida ya en un ser fuera del mundo al que le fijan ya solamente las necesidades primarias: respirar, comer, deponer. Hay un retrato introspectivo en este film respecto al personaje que nos traslada toda la impotencia, el cansancio y el ilimitado dolor que la situación genera; al fin, la muerte de la madre con la hija acurrucada en posición fetal, junto al cuerpo de la anciana, arranca en ella un llanto infinito que Moffatt convierte en el llanto desgarrado de un bebé. Pero hay más en esta película: la artista aborda la colisión producida por la colonización en su país, Australia, e introduce aspectos autobiográficos de su propia experiencia de adopción. Otro aspecto señalado por ella ha sido la influencia que sobre esta obra tuvo  La casa de Bernarda Alba de García Lorca. Para Tracey Moffatt, que se inició como cineasta y cuya producción cinematográfica resulta relevante, imagen fija e imagen en movimiento son dos territorios estrechamente conectados. Las imágenes fotográficas que se incluyen en esta exposición pertenecen a su serie Scarred for life (Cicatrices de por vida) que explora la infancia desde sus aristas más duras, esos golpes que a veces bienintencionadamente y otras en lo absoluto procura lo que se denomina la educación: castigos, reproches, comentarios sobre el comportamiento que quedan grabados de forma indeleble  condicionando la evolución de los individuos, su seguridad y su inseguridad, pequeñas o grandes heridas que de formas diversas, por afirmación o contestación, acompañarán a lo largo de la vida. Cada fotografía es un episodio que se cierra sobre sí mismo con apoyo del texto que introduce en la situación, buscando la complicidad del espectador respecto a lo que allí sucede y hurgando en su memoria.

La videoinstalación Voces en OFF nos envuelve con el sonido, mejor dicho, con el rumor de voces que repiten textos de otras voces. Mujeres que leen textos de otras mujeres, de mujeres de tiempos y contextos diferentes que decidieron quitarse la vida, desesperadas, dolientes o sólo cansadas, quién lo sabe. Begoña Montalbán ha reunido fragmentos de sus poemas, fragmentos de vida, lecturas que se superponen, que aparecen de forma aleatoria y que debemos distinguir en ese rumor acercándonos a los altavoces que nos las devuelven. Los textos despiertan de su letargo con cada nuevo lector, vuelven a vivir en quien se desliza por sus líneas, pero cuando se lee en alto, cuando se convierten en voz,  devienen una extraña materia. La artista ha señalado en diferentes ocasiones: “Utilizo la voz como materia escultórica”. La voz tiene siempre un  peso extraordinario. Las palabras son lo único que tenemos, porque dotarse de voz es dotarse de existencia. Veintinueve voces de mujer leen otros tantos fragmentos de autoras que abarcan desde el siglo XVIII a nuestros días: Karolina Günderode, Florbela Spanca, Sara Teasdale, Alfonsina Storni, Marina Tsvetaeva, Antonia Pozzi, Silvia Plath, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton, y los labios de las lectoras, convertidos en gigantescos trazos rojos se mueven silenciosamente en la pantalla. Es un tipo de división, de fractura que también aparece en muchos de los textos: Qué es lo que vas a decir, voy a decir solamente algo, qué es lo que vas a hacer, voy a ocultarme en el lenguajeNada se acopla con nada aquí... La cantidad de fragmentos me desgarra; ¿no eres tú la mujer fuerte?. Se acabó. Estoy cansada de ser valiente...Y cuando tocamos penetramos en el tacto por completo. La muerte comienza como un sueño lleno de objetos. Para mirarme, para mirarme bien de cerca, para ver cómo estoy hecha, esta cosa curiosa que soy yo... Ahora lo quiero todo. No eras tú aunque tú estabas cerca. Era yo misma que cantaba en mí. Fragmentos que se escuchan de forma aleatoria, desincronizados de las bocas que leen. “Las voces se confunden con los fragmentos de poemas apropiados y las imágenes mudas; quizá habría que preguntar ¿qué es la identidad?, ¿dónde y en qué radica lo propio? (...) Al introducir el método aleatorio elimina doblemente la linealidad del discurso, hace que la memoria se deslice en un tiempo antiproustiano y la ilusión del deseo desarticule de nuevo aquella identidad comprendida como un yo estable.”(13) Montalbán no sólo se  inquiere y nos inquiere acerca de la pulsión de muerte, de esa decisión absoluta, sino sobre la construcción de la subjetividad y la posibilidad de decirse.

Kumano, título del vídeo de la artista japonesa Mariko Mori nos ofrece una extraña mezcla de imágenes: signos que parecen simbolizar el conocimiento del antiguo Japón, naves espaciales, bosques, paisajes de agua, figuras semejantes a elfos, diosas o hadas, una figura de mujer que remite a una estética cyber-punk con su pelo color violeta y sus ojos de diamante, una pagoda de cristal, la ceremonia del té, algo parecido a un meteorito, un bosque encantado... Mariko Mori protagoniza muchos de sus trabajos; la que fuera estudiante de diseño y moda, y modelo durante una breve etapa antes de aproximarse al mundo del arte, es un exponente del cruce producido en un país donde convive la tradición con la más rabiosa última hora. Ataviada con trajes futuristas, maquillajes sorprendentes, lentillas de colores eléctricos, mezcla de los dibujos manga y la high-tech, alguien la ha definido como un cruce entre geisha y Barbarella; sin duda es una artista de fuerte personalidad que ha logrado imponerse en el panorama internacional en un breve lapso de tiempo. Sus imágenes fotográficas al igual que sus vídeos son plásticamente deslumbrantes, mezcla de ordenador y una imaginación desbordante. A Mori le interesan los cruces entre lo kitsch, la cultura popular, la sofisticación más depurada, el juego, las actitudes de apariencia desenfadada, la autoparodia, la estética de la publicidad y el descaro; en alguna ocasión ha declarado sentirse hija de Warhol y nieta de Duchamp. La propia artista se constituye en el eje de su obra, sobre sí misma va incorporando máscaras y pieles diferentes, una suerte de travestismo entre pasado y futuro que bajo ese aspecto de glamourosa frivolidad pone de manifiesto tensiones culturales entre Oriente y Occidente, a veces por la vía de la hiperoccidentalización de su propio país; otras, rescatando aspectos enraizados en la tradición, en los antiguos relatos, en la espiritualidad, en la mitología y el budismo. Su vídeo Kumano se puede colocar en esa encrucijada y, sobre todo, se sitúa en un tipo de trabajos realizados desde aquella actitud en la que una mujer puede permitirse hacer lo que quiera, ser lo que desee, transformarse a sí misma una y cien veces sabiendo que ya no tendrá que dar explicaciones.

El trabajo de la artista coreana Kim Sooja abarca la performance, el  vídeo, la fotografía y las  instalaciones desde unos planteamientos singulares. La artista se integra en cada una de sus obras, en las que plasma escenas de paisaje y soledad o la agitación de la gran ciudad; inmóvil, de espaldas a la cámara, con ropa de aspecto austero, asume una presencia en cierto sentido irreal, descontextualizada y en fricción con el escenario. Traza un nexo entre obra y espectador cuestionando su relación tradicional e investiga en la estructura conceptual de la performance invirtiendo el  papel del actor a través de su inacción. Las fotografías que ahora se presentan por vez primera en España son imágenes extraídas de videoperformances que ha realizado en distintas ciudades del mundo: Delhi, Tokio, Nueva York, Méjico D.F., Lagos. A needle woman, título de la fotografía extraída de la videoperformance del mismo título, fue realizada en Japón; en esta imagen la vemos tumbada de espaldas a nosotros sobre una gran roca, integrado su cuerpo en la línea del horizonte. A laundry woman recoge la vista del río Yamura, en la India, frente al que se sitúa también de espaldas a nosotros, como un espectador más que observa su curso; A homeless woman procede de la vídeoperformance realizada en el mismo país; aquí aparece tumbada en la acera con aspecto de abandono frente a la indiferencia del tráfago urbano. Su actitud introduce un aspecto de meditación, de reflexión sobre el paso del tiempo interconectando lugares, geografías y culturas distantes, sondeando la actitud de las personas que a veces depositan unas monedas junto a ella o le preguntan si se siente enferma. Sooja no trabaja en la edición de sus vídeos sino que los presenta como esos fragmentos de realidad que ella, con su presencia, ha desencadenado.

En diferentes trabajos ha integrado las telas multicolores que se utilizan en su país con las más diversas funciones (mortaja, cubierta de cama, saco para transportar todo tipo de ajuares, bolsa que las mujeres utilizan para llevar consigo a los niños y poder trabajar). Sooja está interesada en analizar diferentes realidades culturales, el nomadismo, el choque entre el pasado y el presente en su propio país, Corea, o la situación de las mujeres y el papel que desempeñan como transmisoras de la tradición dentro de esas culturas.

La artista Fatimah Tuggar maneja con habilidad una de las armas más poderosas a la hora de desmontar un discurso o una imagen: el humor. En estas obras hablar de las mujeres suena a chiste, tan alejados están los mundos y vivencias en que se encuentran inmersas como sus lugares geográficos. La superposición de culturas, de la que procede (Nigeria) y en la que vive (Estados Unidos), la conduce a una mirada irónica

El vídeo que presenta, titulado Fusion Cuisine, está realizado a base de fragmentos de películas, documentales y anuncios de televisión de la Norteamérica de los años cincuenta; cocinas ultramodernas, electrodomésticos de última generación y robots que aligeran a la mujer de las tareas domésticas -y que a veces parecen sacados de una película de ciencia ficción, de las de serie B, que hicieran furor en aquellos años-pueblan esos entornos domésticos y ensalzan el papel de “reina del hogar” de las mujeres. El conservadurismo de la conversación entre madre e hija mientras realizan las tareas domésticas, el ama de casa con un ropero de alta costura, la exaltación de la vida urbana y de las comodidades que ofrece el ideal de vida americano se mezclan con imágenes de mujeres africanas que cocinan en el suelo, muelen el grano o acuden a una fiesta con sus trajes multicolores. Mientras las imágenes del primer mundo son estereotipadas y artificiales porque pertenecen al lenguaje de la publicidad, las que representan al tercer mundo, entresacadas de lo que parecen vídeos caseros, nos acercan a mujeres y a vidas reales; lo que ha hecho Tuggar en un montaje a base de recortes y superposiciones, de tal forma que unos personajes se introducen en el mundo de los otros provocando una fricción donde cualquier aspecto crítico queda subsumido bajo una mirada inocente y, a la postre, corrosiva. No adopta una posición acrítica pero huye del adoctrinamiento, mete el dedo en la llaga y remueve un poco, no demasiado, sólo lo suficiente. Incluso la formalización, con un deliberado aspecto artesanal, subraya una forma de diálogo imposible. La música que ha incorporado al vídeo es una desenfadada y conocida canción de los setenta que habla de África y cuyo ritmo de baile corona cada escena con un plus de ironía. El mismo procedimiento de collage, que le fascinó de estudiante al conocer la obra de Heartfield, es utilizado en la gran imagen fotográfica.

Eulalia Valldosera ha practicado en gran parte de su obra la indagación sobre el cuerpo, su propio cuerpo. Se trata de un trabajo introspectivo pero no a la manera que entendemos habitualmente ese “querer conocernos” sino una exploración física que busca un reconocerse a través de la piel, de la carne, de los orificios, de las partes que configuran lo que somos, ese todo disperso: la proyección, el espejo, la sombra. Medirse con lo exterior a sí misma a través de la silueta que se recorta en la pared y nos devuelve un perfil difícilmente reconocible, medirse con los pequeños objetos que están alrededor, al alcance de la mano y con la rutina, con lo que se acumula y a su modo construye, refleja, diciendo a los otros quién eres. Sentir el cuerpo, su orden precario y sus desórdenes, lo que nos gusta y lo que nos deshace, lo que aceptamos y lo que jamás y vuelve siempre. Explorar la suciedad y la higiene, los fluidos, la enfermedad como rebelión del cuerpo, como necesidad o alarma, pensando la correspondencia de los síntomas como mensajes que no equivalen sino a la demanda de escucha practicada desde el más absoluto silencio, desde un vaciamiento, desde una desestructuración de cada parte. Esas fotografías, que titula Cama, Columna III, Cocina, La mujer botellaMaleta, nos ofrecen la imagen de una habitación austera, monacal: un colchón en el suelo, envases vacíos, cajas de medicamentos, ropa tirada en el suelo, la maleta a medio deshacer, y proyecciones de luz que corporeizan los fragmentos; el cuerpo es una sombra  abandonada, apenas presencia. El cuerpo una y otra vez, para saberse, para reencontrarse, para reunir lo disperso, para volver a sentir y sentirse de nuevo piel, cabellos, sexo, órganos, dolor, placer, deseo, alegría, fuerza.

Esas fotografías de Eulalia Valldosera hablan de algo que nos retiene frente a ellas, que hace que nos detengamos más tiempo del que resulta razonable para ver lo que allí sucede; crea un espacio o una situación donde podemos reconocernos, no hablo de identificarnos; contienen una especie de sonido que apela a lo preconsciente. Ella habla de aquella etapa: “Había una voluntad muy clara de representarme como mujer: de representar la visión que una mujer tiene de sí misma, sin pasar por la mirada del otro”.(14) Quizá esencialmente, pero no desde presupuestos esencialistas, hablan, nos hablan, de esa necesidad.

* * *

El segundo bloque de esta exposición, Mujeres  que hablan de mujeres, aborda una revisión crítica del trabajo que las mujeres están realizando en el ámbito del net-art.

Ello no resulta tarea fácil, pues no hay que olvidar que a mediados de la pasada década la red era todavía un territorio extraordinariamente restringido y su historia no alcanza más allá de unos ocho años; sin embargo en el marco de este proyecto hemos querido incluir una selección de 17 trabajos(15) realizados por mujeres y que abarcan este lapso de tiempo, centrada en su utilización como medio artístico que desarrolla fundamentalmente dos líneas bien diferenciadas: de un lado, la exploración de las propias posibilidades de la red como lenguaje y, de otro, los problemas y aspectos que atañen a las mujeres de forma específica, relacionados con los debates sobre el género o que se incluyen en la órbita del feminismo/postfeminismo. Sin embargo, en  algún caso se han incluido proyectos que utilizan la red como herramienta complementaria de obras que se desarrollan fuera de ella o de temas que escapan a los citados pero cuya calidad e interés suponía argumento suficiente para trazar una selección flexible.


Notas

1. Podría decirse que se trata de la única revolución incruenta y con éxito, si bien habría que matizar ambos aspectos. No ha hecho correr sangre a excepción de la propia -ahí tenemos un número que crece cada año de mujeres que mueren a manos de sus compañeros- y en cuanto al éxito habría que puntualizar igualmente: se trata de una batalla que se lidia cada día con avances y pasos atrás –sirva como ejemplo la actitud de muchos jueces que siguen emitiendo sentencias vergonzosas- y que está muy lejos de verse concluida, por no hablar de aquellos países donde los derechos de la mujer son inexistentes.

2.Chadwick, W.: Woman, Art and Society. Thames and Hudson Ltd, Londres, 1990. Ed.cast. Mujer, Arte y Sociedad, Destino, Barcelona, 1992.

3. Owens, C: “El discurso de los otros: Las feministas y el postmodernismo”, en Foster, H. (ed.) La posmodernidad, Kairós, Barcelona, 1985.

4.Foster, H.: “Polémicas (post) modernas”, en Modernidad y postmodernidad, Picó, J. (comp.), Barcelona, Alianza, 1988. p.261

5.  Chadwick, W. op. cit. p.358

6.  Pollock, G.: “Historia y Política.¿Puede la Historia del Arte sobrevivir al Feminismo?”, artículo recogido en estudios online sobre arte y mujer: w3art.es/estudios.

7.  Mouffe, Ch. “Por una política de identidad democrática” (conferencia pronunciada el 20 de marzo de 1999 dentro del seminario Globalización y diferencia cultural, organizado por el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona y el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona) publicada en Antagonismos. Casos de estudio, con motivo de la exposición del mismo título celebrada en el MACBA, 27 de julio al 14 de octubre de 2001, comisariada por Manuel Borja-Villel y José Labrero Stals.

8.  En nuestro país varias exposiciones han abordado los debates en torno al género género, entre ellas destacan: El rostro velado. Travestismo e identidad en el arte, celebrada en la sala de exposiciones Koldo Mitxelena, San Sebastián, 12 de junio al 6 de septiembre de 1997, comisariada por José miguel C. Cortés. Transgenéricos. Representaciones y experiencias sobre la sociedad, la sexualidad y los géneros en el arte español contemporáneo, diciembre 1998 al enero 1999, comisariada por Mar Villaespesa y Juan Vicente Aliaga, San Sebastián, 3 de diciembre de 1998 al 6 de enero de 1999, y Zona F, celebrada en el Centro de Arte Contemporáneo de Castellón, celebrada en mayo-junio de 2000, comisariada por Helena Cabello y Ana Carceller. Sus respectivos catálogos reúnen una serie de textos imprescindibles en torno a estos temas.

9. Butler, J.: Gedner Trouble. Feminism and the Subversion of Identity. Routledge, Nueva York/Londres, 1990.

10. Para el tema de cyberfeminismo ver  estudios online sobre arte y mujer: w3art.es/estudios, que reúne textos clave sobre este ámbito y que constituye un esfuerzo notable respecto a la puesta al día de los estudios feministas en nuestro país, bajo la dirección de Ana Martínez-Collado.

11. Plant. S.: Ceros + Unos, Mujeres digitales + la nueva tecnocultura, Barcelona,  Destino, 1998.

12. Pollock, G.: “Inscriptions in the Femenine” en Inside the Visible. An Elliptical Traverse of 20th Century Art. In, of and from the femenine (The Institute of Contemporary Art, Boston, 30 enero-12 mayo 1996 / Kanaal Art Foundation, Kortrjk, Flandes. The MIT Press, Cambridge, Mass., Londres, 1996. Trad. en  “Inscripciones en lo femenino” en Los manifiestos del arte moderno. Textos de exposiciones 1980-1995. Ana María Guasch (ed.). Madrid, Akal, 2000.

13. Donaire, L.: “Cuando la voz alcanza la más exquisita y poética subversión” en INSUMISIONES, Santander, Ed. Fundación Marcelino Botín, 2000.

14. En Eulalia Valldosera.Obres 1990 –2000. Catálogo de la exposición celebrada en la Fundación Tàpies. Ed. Fundación Tàpies, Witte de With. Barcelona, Rotterdam. 2001. Comisariada por Nuria Enquita y Bertomeu Marí.

15. El comentario de estos trabajos aparece en el cuarto de los textos integrados en este catálogo; su desarrollo corre a cargo de Remedios Zafra, autora también del ensayo sobre arte realizado para la red y a la que debo agradecer su ayuda y consejos en esta selección.